domingo, 17 de septiembre de 2023

CRÓNICA

Sábado, 26 de agosto, 20:00 horas.
El Cantábrico, C/Muelle de Oriente 4, Gijón.

Por clamavi


ANTONIO CABRERA
CON EL AIRE [1]

ANTE EL OTOÑO

De la luz del otoño
extraigo alguna consecuencia,
un cimiento menor para estas convicciones:
que la vida es más lenta de lo que suponemos,
que su afamado brillo
nos impone la espera de lo bello inmutable
(y es acaso un error, quizá una burla),
que las tardes contienen una fracción de hiel,
que donde haya renuncia habrá milagro…
Cosas que ya sabía.
En la luz del otoño me ha parecido verlas.

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MEDIA TARDE DESDE EL TREN

Si dejo de leer y levanto la vista
—ahora que el sol de media tarde
ha adquirido su grado de declive más puro—
me sorprende un paisaje
sin negación ni ansia,
                                            una tela
donde cada color se atiene al orden
que lo real instaura
con limpidez y conseguido anhelo:

las arboledas lucen la oscuridad que acogen;
el amarillo hiere en margaritas densas;
el verde juvenil del cereal confía,
insiste aún, porque no sabe nada;
y ven las amapolas, desde su frágil furia,
un azul más altivo en el cielo de siempre.

Mientras se sigue desplegando
en sucesivo don igual el mundo quieto,
retorno a la lectura,
                                            y una red
me enmaraña con hilo imprecisable,
como malla de sombra
que al aturdirme me escondiese
entre la hondura hostil de las palabras.

En el callar de afuera hay un decir más claro,
y un espejo extendido
donde está quien contempla.
Fluyen ambos en la hora declinante,
en las dulzura máxima,
                                            caudal,
río de precisión
que voy perdiendo mientras leo.

Ya abandono la letra desabrida:
quiero verlo pasar
y aparecer indemne.
Me transporta, me explica
en su hondo curso esclarecido,
donde se escribe
la línea impronunciable de lo que no se oculta.

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AMOR FATI

El crepitar
de unas ramas de olivo
que se queman sin prisa tras la poda,
el ímpetu del pájaro en el cielo,
su timidez en el arbusto, el áspero
zarzal y la humareda
me están pidiendo
una confirmación, su debido registro
entre lo que sucede.
                                            Necesitan
el sí callado que he de darles
para poder hacer en su existencia
un hueco a mi existencia muda.
Comprendo que se trata
—como en el lazo entre la flor y el día—
de un destino recíproco,
de un mutuo ser en lo que es, sin más.
(Ninguna plenitud,
tampoco, aún, ninguna pérdida.)

Acepto estar aquí, y estar mirando
estas cosas sin cifra.
Acepto, juzgo, doy
al aire
el mismo aire
que me sustenta a mí.

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IDEA

He anotado esta idea: El silencio no existe.

La he descubierto en mí mientras miraba
unas fotografías
que alguien tomó en un paisaje nórdico.
Podía ver en ellas la rara condición
de una llanura en soledad,
y en soledad también un poste ensimismado
y un asfalto remoto.
Bajo la luz raptada, parecía
que estuvieran presentes en su abandono estricto,
en el légamo claro de cuando nadie mira.

El silencio no existe.

¿Cómo podría haberlo
si todo tiene vibración y luce
y restalla por dentro más allá
de su apariencia muda?
En donde estemos ¿no escuchamos siempre
un murmullo o su pálpito?

El silencio no existe.

(Noto cómo la idea extrae de mí
las líneas de un sentido,
y busca su espesor, y al mismo tiempo
apunta al blanco en sombra
donde está su verdad.)

Quizá silencio es sólo un nombre,
un nombre acostumbrado aunque inexacto,
una palabra errónea que habla, en realidad,
del sonido terrestre
que está perdido
en un espacio ajeno y despoblado
donde nadie lo escucha.

El silencio no existe.

(La idea
ya es un dardo que está cruzando el aire.
Su vuelo es pensamiento.
Mis palabras lo empujan y lo frenan.)

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ALBADA, II

Cada mañana,
tomo una carretera orientada a levante
en el momento justo en que permite el sol
que mis ojos presencien su continua victoria.

Puedo ver cómo actúa la física del alba,
la inercia de tensión y de destino
que hace tan lento y tan veloz al mundo.

El sol esconde, en su despliegue simple
de líneas verticales y horizontales ondas,
en su vieja parábola, la ley
por cuya obligación
todo amanece envuelto en un cristal gastado
que suma eternidad a su promesa eterna.

En la primera curva,
cuando le doy la espalda al sol,
encaro el tiempo en cuyo seno vivo.
Y ya no ven mis ojos otra luz
que el claroscuro de mi nombre
urdiéndose en la trama de las horas.

Es el pálido fuego, la vela que me alumbra,

la que se ha de apagar aun cuando el día,
con seguro engranaje,
traiga otra vez la gigantesca,
la desmentida luz que no se habita.
——————————
[1] De Con el aire, Madrid, Visor, 2004.

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