jueves, 14 de diciembre de 2006

CARMEN GÓMEZ OJEA. AMOR Y SEXUS


AMOR Y SEXUS

En un centro escolar de tierras por donde corren el Huécar y el verde Júcar, un adolescente sin los tres pelos en el sobaco ni en el pubis necesarios para ser considerado por un rabino como varón adulto, pero quizá ya con sus primeras poluciones nocturnas, me preguntó de dónde venía la palabra follar. No lo hizo con turbación ni en actitud provocadora ni por histrionismo, sino muy pancho y sereno. Los demás tampoco se alteraron ni hubo coros de risitas ni murmullos ni expectación mórbida en los semblantes. Le respondí con otra pregunta, la de si era posible que fuera a la biblioteca en busca de un diccionario. El profesor que asistía al encuentro de sus alumnos conmigo muy amablemente se ofreció a ello. En tanto, les dije que el follar al que sin duda se refería su compañero era realizar el coito, la cópula sexual, y que ese verbo procedía de «follis», fuelle en latín, quizá porque, durante ese ejercicio violento, la respiración se agita y se emiten resoplidos, pero que, personalmente, yo prefería pensar que venía de «folium», hoja del árbol, y así, en consecuencia, follar sería ir a la espesura, meterse entre el follaje verde, cuando llega el rojo mayo, para servir a Eros y a Amor, que son más interesantes que el viejo dómine Sexus. Entonces sí se armó el follón. Todos se pusieron a disputarse la palabra para discutirme lo que acababa de soltar. El amor era una payasada. El amor, para los culebrones. El amor era una chorrada. El amor, para los frígidos. El sexo salvaje y brutal, lo mejor de la vida. Una vida sin sexo era enfermiza. Sólo un tarado renegaba del sexo. El sexo era más necesario que comer. Quedó claro que Sexus ganaba por mayoría, pero no absoluta, porque advertí que había una abstinente que no había abierto la boca. Era una quinceañera con la expresión inequívoca de haber salido volando por la ventana del aula porque se aburría. Sin embargo, había regresado, pero no despegó los labios. Llegó el profesor con el diccionario. Se leyeron las distintas acepciones de follar. Hablamos de literatura, de paraliteratura, de la novela que habían leído y comentado en clase. El encuentro finalizaba y me dispuse a firmarles los libros. Cuando le tocó el turno a la taciturna volandera, me dijo su nombre y le escribí la dedicatoria: Para Eulalia, cuyo nombre significa «la que habla bien», pero ella es callada, aunque seguro que escribe... Sonrió y me entregó un papelito, donde decía: «Se puede vivir sin sexo. Se puede vivir sin amor, pero no sin las dos cosas a la vez. Siempre se necesita una. Cuando se tienen las dos al mismo tiempo es la gloria. Sin embargo, duran poco juntas. Si duraran mucho, nos matarían». Sí, la silente escribía y, además, estaba enamorada. Quizá de un compañero o de una amiga, acaso de un actor o de un cantante o de un poeta muerto. A su edad, quien no esté trastornado de amor ya no lo conocerá nunca, porque el amor, como la fe ardiente en lo absurdo, sólo puede crecer en los corazones infantiles, y no en todos. En el de sus condiscípulos, desde luego que no. Eran buena gente de merendolas, no de ágapes.
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De La Nueva España, 13/12/2006.

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