domingo, 5 de febrero de 2006

MARGUERITE YOURCENAR. OPUS NIGRUM


OPUS NIGRUM

Se había destacado en Cerisoles, defendiendo unos cuantos inseguros fortines milaneses, mostrando en ello tanta genialidad —tal se complacía en decir— como el difunto César al imponerse como dueño del mundo. Blaise de Montluc agradecía sus bromas, que daban ánimo a los hombres. Su vida había transcurrido sirviendo alternativamente al Rey Cristianísimo y al Rey Católico, pero la alegría francesa concordaba más con su buen humor. Era poeta y excusaba la mediocridad de sus rimas con las preocupaciones de las campañas; también era capitán y explicaba sus errores de táctica por su afición a la poesía que le excitaba el cerebro; por lo demás todos le estimaban, en uno y otro oficio, cuya convivencia no aporta la fortuna. Sus vagabundeos por la Península lo había desengañado de la Ausonia de sus sueños. Había aprendido a desconfiar de las cortesanas romanas, tras haberles pagado su salario, y a escoger con discernimiento los melones en los puestos del Trastevere, arrojando descuidadamente al Tíber sus verdes cortezas. No ignoraba que el cardenal Maurizio Caraffa lo consideraba sólo un soldado espabilado, a quien, en tiempos de paz, se da la limosna de un puesto mal pagado de capitán de guardias; su amante, Vanina, en Nápoles, le había sacado una buena cantidad por un hijo que tal vez no fuera suyo; poco importaba. Madame Renée de France, cuyo palacio era el hospital de los desheredados, le hubiera ofrecido de buen grado una sinecura en su Ducado de Ferrara; pero acogía allí a cualquier andrajoso que se presentaba, con tal de que se embriagasen en su compañía con el vinillo agrio de los Salmos. El capitán no quería tener nada que ver con aquella gente. Convivía cada día más con la soldadesca y, como ella, volvía a ponerse cada mañana la casaca remendada con el mismo placer con que tropezamos con un viejo amigo, confesando alegremente que no se lavaba más que cuando llovía y repartiendo con su pandilla de aventureros picardos, mercenarios albaneses y proscritos florentinos, el tocino rancio, la paja enmohecida y las caricias del perro canelo que seguía a la tropa. No obstante, su vida ruda no se hallaba desprovista de deleites. Le quedaba el amor por los bellos nombres antiguos que en cualquier pared de Italia ponen el polvo de oro o el jirón de púrpura de un gran recuerdo, el placer de deambular por las calle, tan pronto a la sombra como al sol, de interpelar en toscano a una hermosa muchacha en espera de un beso o de un torrente de injurias, de beber en las fuentes sacudiendo las gotitas de sus gruesos dedos sobre el polvo de las losas, así como el de descifrar con el rabillo del ojo un trozo de inscripción latina, mientras meaba despreocupadamente sobre un mojón.
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De Opus Nigrum, 1968.
(Trad. Emma Calatayud)

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